El autor de Las venas abiertas festeja hoy sus 69 años. Eduardo Galeano empezó a nacer el 3 de setiembre de 1940, en Montevideo, y desde ese día sigue naciendo de asombro en asombro, como un niño que no se cansa de trepar las ramas del árbol de la vida.
Eduardo Galeano cuenta la historia desde el punto de vista de los olvidados, ya sean los hombres y mujeres desnudos de la Indias que el 12 de octubre de 1492 descubrieron el capitalismo y se convirtieron en las víctimas del más gigantesco despojo de la historia universal, o los que tienen que respirar salteado para poder sobrevivir en un mundo que desprecia la honestidad, castiga el trabajo, recompensa la falta de escrúpulos y alimenta el canibalismo. No es difícil encontrar a Galeano, siempre está del lado de los solos, de los perdedores, de los que corren descalzos sobre vidrios tras el pan ajeno de cada día nuestro, de los hijos de nadie y los dueños de nada, los que cuestan menos que la bala que los mata.
No da respuestas: ayuda, como los verdaderos maestros, a formular claramente las verdaderas preguntas que ramifican y multiplican alimentando la incesante curiosidad del que las lee. Sus textos son la caja de resonancia de los obligados a callar; no otro fue el cometido que se propuso con la revista Crisis, que dirigió en la década del 70, y en la que colaboraron, entre otros, Haroldo Conti, Rodolfo Walsh, Juan Gelman, Julio Cortázar y Paco Urondo: la revista cultural de mayor venta en toda la lengua española.
Una constante en su vida, y en sus escritos –correspondencia infrecuente en el mundo de la literatura, por no hablar del mundo, a secas–, es la osadía con que generosamente defiende sus ideas allí donde esté. Un disidente de todos los dogmas, un desobediente de todas las disciplinas, un excomulgado por todas las ortodoxias, un hereje de la religión de mercado sostenida por la dictadura del miedo –miedo de ver cómo somos, miedo de imaginar cómo podríamos ser. Enemigo de todas la dictaduras que desangraron nuestros países, y del sistema globalizador que tiene el alma gangrenada de codicia y transpira injusticia por todos los poros. Su osadía no tiene que ver con el ciego coraje de los aventureros sino con el humor de quien vive jugando a estar vivo.
Eduardo Galeano se ríe de esos plumíferos clasificadores que cobran sueldo de críticos y que, lupa en mano, se preguntan en qué casillero caben esos textos: literatura, periodismo, historia, sociología, poesía. Su mano se mueve libre como un pájaro sin jaula y vuela dibujando en el aire las más secretas verdades escritas en el corazón de la tierra, viajando por los misteriosos caminos de la palabra y la imaginación.
Es uno de los más cautivantes contadores de historias de la literatura contemporánea. Se pueden leer una y mil veces los textos de Galeano, y nunca se encontrará una palabra de más. Jamás dijo cuando el silencio decía mejor. Lección aprendida de su maestro Juan Carlos Onetti quien, citando mentirosamente un proverbio chino, decía “que las palabras que valen la pena son las palabras mejores que el silencio”. También reconoció el magisterio verbal de Juan Rulfo. “Maestro de la palabra desnuda. Gran escritor y gran tipo. Me enseñó que se escribe con la otra punta del lápiz, no con el grafito, sino con la goma”. El silencio pule como el agua la piedra de su lenguaje, tallándolo de manera inconfundible, llegando al hueso limpio de la palabra, abriendo las puertas más secretas del alma del lector. Tiene, como pocos, un sutil comercio con esa magia. No en vano abracadabra es una de sus palabras favoritas. “Envía tu fuego hasta el final, ese es su significado”, aclara. Escribe para juntar los pedazos rotos del espejo de la historia humana, haciendo visible lo invisible, desafiando lo imposible. Y para lograr que el pasado vuelva a ocurrir, como si la Historia fuera una madre que nos cuenta la vida desde el principio.
“Yo nací y crecí bajo las estrellas de la Cruz del Sur. Vaya donde vaya, ellas me persiguen. Bajo la Cruz del Sur, cruz de fulgores, yo voy viviendo las estaciones de mi suerte. No tengo ningún dios. Si lo tuviera, le pediría que no me deje llegar a la muerte: no todavía. Mucho me falta andar. Hay lunas a las que todavía no ladré y soles en los que todavía no me incendié. Todavía no me sumergí en todos los mares de este mundo, que dicen que son siete, ni en todos los ríos del Paraíso, que dicen que son cuatro. En Montevideo hay un niño que explica: ‘Yo no quiero morirme nunca, porque quiero jugar siempre’”.
Fuente: www.elargentino.com
jueves, 3 de septiembre de 2009
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