Por Bernardo Klikberg
Los efectos de la desnutrición son mortíferos, y no reversibles. Si un infante tiene hambre, las conexiones interneuronales no terminarán de conformarse y tendrá retrasos para toda la vida. Será también vulnerable a enfermedades que resistiría normalmente y pueden matarlo.
En 2009, en un continente con condiciones ideales para producir alimentos como América latina, el hambre aumentó en un 13%, alcanzó a 53 millones de personas. Hay 9 millones de niños desnutridos, y otros 9 millones adicionales en riesgo de desnutrición.
Creer que el solo crecimiento económico resuelve el problema no corresponde a los hechos. Es muy importante que la economía crezca, pero no basta. La región creció a un 4,8% en 2005, 5,6% en 2006, 5,7% en 2007. Sin embargo, los desnutridos aumentaron en ese período en 6 millones, llegando a los 51 millones.
En América latina, la desnutrición y el hambre están fuertemente concentradas en los pueblos indígenas, en las áreas rurales pobres, las villas miseria, y periferias urbanas marginales.
Por otra parte, son "invisibles". Sólo aparecen en las estadísticas de muerte y enfermedad, y en la de menor talla que tienen los chicos pobres.
El acceso a una alimentación saludable no es un tema más. Es el más básico, es una de esas inequidades que -como señaló Marmot, presidente de la Comisión de la Organización Mundial de la Salud, sobre determinantes sociales- "matan gente en gran escala".
La única respuesta posible es la indiferencia cero. Demandar políticas públicas vigorosas y activas, apoyarlas, y contribuir desde las empresas, la sociedad civil y todos los sectores, a impedir que este drama éticamente intolerable continúe a diario.
El autor recibió el Premio 2008 a la Trayectoria Ciudadana
Fuente: La Nación
jueves, 20 de agosto de 2009
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